miércoles, 21 de octubre de 2009

Grita

Creo que quiero gritar (algo que sin duda sería fatal para mis dañadas cuerdas vocales). O apretujar un pijorro de esos antiestrés hasta dejarlo deforme. O tal vez morderme las uñas hasta convertírmelas en muñones. Para evitar hacer nada de eso he decidido escribir, que no se si descarga tanto, pero al menos es más civilizado. Estoy harta. Harta de que siempre me amargue el día el mismo gilipollas. Harta de tener que bailar al son que él toca. Y harta de sentirme tratada como una piltrafa. Harta de intentarlo todo siempre para agradarle. Y harta también de no conseguirlo. Harta de querer a la persona que peor me trata. Harta de recordar a la persona que un día fue conmigo y ya no es. Harta de estar así y sobre todo harta de haber preferido estar así a no estar de ninguna manera. Aún sabiendo que estar así sólo es una lenta agonía que no me va a llevar en ningún caso adonde yo querría ir. O al menos adonde quería ir antes de estar harta. AAAGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGG!!!

lunes, 19 de octubre de 2009

Echar de menos

Soy capaz de echar de menos cosas que no sabía ni que tenía. Porque cuando las tuve no les presté la más mínima atención. Hace un rato me ha llamado mi suegra, o mi ex-suegra, o la madre de mi ex-novio que realmente nunca llegó a ser suegra o como narices quieras llamarlo. La mujer sólo quería que le cogiera el teléfono porque su madre (abuela del ex) la había llamado muy preocupada diciendo que había visto por la tele un accidente de tráfico ocurrido en el lugar en el que trabajo a la hora en la que llego a trabajar normalmente. Y claro, la pobre sólo quería quedarse tranquila y cerciorarse de que yo no tenía nada que ver con el dramático suceso. Pues oye, puede sonar a locura transitoria, pero en ese momento he echado de menos tener suegra. Esto sería una tontería si no fuera porque ayer sin ir más lejos me sorprendí a mí misma echando de menos tener novio. A lo mejor es la revolución hormonal que me corresponde esta semana, no te digo yo que no, pero lo cierto es que ayer pensé seriamente en mis necesidades. Y ya sé que no siempre necesito lo mismo, y ahí radica la dificultad de contentarme, pero lo cierto es que ayer sentí que necesitaba a alguien que abrazara porque tenía frío y que me diera un beso porque sí, sin pedírselo. Necesitaba a alguien que durmiera conmigo y no a mi lado. Lo curioso es que esta mañana seguía necesitando lo mismo. Tal vez haya cogido un virus de estos que corren por ahí porque no deja de ser raro necesitar de repente cosas que ya tuve y que no sólo dejé escapar, sino a las que además no presté atención.

jueves, 15 de octubre de 2009

Viviendo deprisa

Apagué la radio violentamente. No había sido un buen día, y escuchar el informativo nocturno de la emisora que me consumía una media de 10 horas de energía diarias no parecía ser la mejor manera de comenzar una buena noche. Desvié la vista de la carretera mientras buscaba alguno de esos Cd’s que solía escuchar antes de que la rutina informativa diaria absorbiera mi vida. Lo encontré. Y subí el volumen. Alto, muy alto. Como si el sonido atronador fuera la única cosa capaz de acallar mis machacantes pensamientos. Las 12 de la noche. Me encontraba a una hora de camino del lugar en el que había quedado a cenar dos horas antes. Nada importante. Sólo una cena con amigos; pero ellos ya estaban acostumbrados a que llegara a los postres. O incluso a que no llegara. Hubo unos años en los que mis amigos preguntaban sorprendidos cómo era posible que nunca pudiera decir, al menos de forma aproximada, a qué hora iba a salir de trabajar. Yo intentaba explicarles que el día en el que creía que todo podía estar listo a la hora prevista, coincidía siempre con algún hecho noticioso de última hora que se encargaba de mandar mis planes al garete. Aunque ahora hacía ya algún tiempo que habían dejado de preocuparse por mis horas de llegada. Ellos hacían sus planes y, si de vez en cuando yo podía unirme a alguno de ellos, lo aceptaban sin demasiado entusiasmo. No les culpo. Todas las relaciones de amistad se resienten cuando espacias los planes casi tanto como las visitas al médico.


Los pensamientos se agolpaban en mi mente mientras me esforzaba por prestarle algo de atención a la carretera. Odio conducir de noche. Los faros de los coches emiten incómodos rayitos de luz que me deslumbran y las largas líneas blancas del asfalto se unen en la lejanía complicando la tarea de discernir a qué carril pertenece cada una.

Mis amigos no eran los únicos damnificados a los que mi profesión había hecho pasar a un segundo plano. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando volví a pensar en él y en lo lejos que se encontraba de mí. Todas las noches dormíamos algunas horas en la misma cama. No muchas. Tan sólo las que transcurrían entre mi tardía llegada a casa y su gran madrugón. Tardé bastante tiempo en descubrir las diferencias entre dormir al lado y dormir juntos, y cuando lo hice él ya se había alejado demasiado. La rabia contenida me hizo pisar el acelerador un poco más. De repente, el destino se abalanzó sobre mí. Las luces de un coche venían de frente, demasiado de frente para ir por el carril de al lado. Pisé el freno con todas mis fuerzas. El chirrido de los neumáticos se clavó en mis oídos. El instinto me hizo dar un volantazo a la derecha. El coche chocó contra algo y después comenzó a girar sobre sí mismo. Después, todo se volvió negro y se hizo el silencio.

Desperté en la cama, aturdida. Desvié la vista hacia la derecha, el lado en el que él siempre dormía. Quería verlo allí, respirando profunda y acompasadamente. Tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Pero no estaba. Entorné los ojos un poco más. Intentando discernir mi habitación en la penumbra, queriendo encontrar alguna prueba que me confirmara que tan sólo había tenido una pesadilla. Sólo eso.

Mi esfuerzo se desvaneció cuando se abrió la puerta y un halo de luz inundó la estancia. Pero el que entro no era él. Y aquella no era mi habitación. Un hombre con cara de médico y bata muy limpia me hablaba. Pero yo no podía escucharlo. La sangre golpeaba fuerte en mis sienes y el corazón quería salirse del pecho, como si mi subconsciente hubiera comprendido ya lo que había sucedido.
-“Inés, has tenido suerte –oí como decía a lo lejos aquel hombre de voz condescendiente- a ti el cinturón te salvó la vida”.
-“¿A mí? ¿Cómo que a mí? ¿Y a quién si no? Iba sola en el coche… –dije mientras me esforzaba por recordar con una voz ronca que pareció salir de lo más profundo de mis entrañas.
-“Sí. Los dos ibais solos. Pero el chico del otro coche murió en el acto”.

Esbocé una sonrisa cínica. No entendía cómo era posible. Me había llevado una vida por delante y acababa de escuchar que había tenido suerte. Me invadió la angustia, la impotencia y el deseo imposible de poder retroceder en el tiempo. Fue entonces cuando comprendí dónde comenzó todo: aquel día en el que me subí en ese frenético tren de vida en el que viajaba a toda velocidad y del que me apeé en marcha justo antes de llegar a la última parada. Todo ocurrió muy deprisa, aunque ahora, desde esta silla de ruedas, mi vida transcurre de forma más lenta.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Cuando vivíamos en el ascensor…

Cuando vivíamos en el ascensor tenía que estar todo muy organizado. Éramos cuatro: papá, mamá, mi tato Javi y yo. Como no había mucho espacio, mamá siempre insistía en la importancia de hacer las cosas de uno en uno y despacio, sin sobresaltos. ¡¡No fuera a ser que nos quedáramos colgados entre dos pisos!! Esa posibilidad estresaba muchísimo a mamá, que siempre decía que tendría un ataque de claustrofobia si eso sucedía. Un día de invierno, nos trasladamos a un piso grande, de casi 30 metros. Ese día mamá dejó de tener claustrofobia, pero comenzó a quejarse de nuestro desorden enfermizo y de la cantidad de espacio que tenía que limpiar.

Me acuerdo…

Me acuerdo de cuando el autobús se detenía en tu parada tras tirar de un largo cordel de cuero.

Me acuerdo de los bocadillos de chocolate negro que mi madre me ponía para merendar todas las tardes.

Me acuerdo de cuando los Reyes Magos se comían el turrón y la leche que les preparaba cada 5 de enero antes de acostarme.

Me acuerdo de cuando los niños no necesitaban suelos acolchados para jugar en la plaza de los columpios.

jueves, 1 de octubre de 2009

Abajo las hombreras

No es justo. Existen leyes super chorras. Leyes de difícil aplicación. Y también leyes que no se cumplen. Y hasta leyes que no son necesarias. E incluso leyes que son para romperlas. Yo creo que debe hacer prácticamente una ley para todo. O para casi todo. Porque yo no consigo entender como a nadie se le ha ocurrido hacer una ley que prohiba terminantemente el regreso de la moda de los 80. Esos pelos cardados, esos calentadores y, sobre todo, esas hombreras... Oh, Dios mío, qué espanto.

Todo esto es algo que yo siempre he pensado, pero nunca me había preocupado en exceso. Confiaba en la existencia de una cierta 'cordura global' en el mundo de la moda. Pero no amigos, está demostrado que todo vuelve si eres capaz de conservarlo en el armario el tiempo suficiente. El otro día entré una tienda de ropa y descubrí a un maniquí con hombreras. Y luego a otro, y a otro y a otro... ¿Significa eso que en un corto espacio de tiempo todas volveremos a ir con hombreras y a parecer jugadores de rutby? Sí, significa justo eso. Con todo lo terrible que esta circunstancia conlleva.

¿Y todo por qué? Pues por no hacer una buena ley a tiempo. Claro. Así nos va.