miércoles, 10 de noviembre de 2010

No pido tanto. Ya lo sé. Eso lo tengo claro. Lástima que se lo pida a la persona equivocada. Mis amigas me hacen muchas veces, de hecho lo hacen en cada llamada de teléfono y también cada vez que las veo, la odiosa pregunta del millón: -¿qué tal con él? A lo que yo siempre respondo lo mismo: -bien, bueno... A algunas les queda claro que no me apetece hablar más del tema, aunque también hay otras a las que les gusta ir más allá y hurgar un poco en el punto débil. Aún así, pocas veces digo nada más. Me las arreglo para dar vueltas circulares en torno a las mismas palabras vacías. Pero no lo hago con el afán de ocultarles mis secretos. No. Lo hago porque no sé qué decir. Lo hago porque no sé cómo resumir que las envidio porque su vida avanza mientras la mía permanece estancada. Las envidio porque hacen cosas cotidianas con sus parejas. Porque para ellas lo cotidiano no es extraordinario. Porque para ellas es normal salir a cenar, que las cojan de la mano o que les digan lo guapas que están hoy. Y no estoy diciendo que me encanten sus parejas, de hecho ninguna de ellas la querría para mí. Lo que estoy diciendo es que envidio la cotidianidad de lo normal, el no tener la necesidad de pararse a mirarlo dormido mientras piensas: 'Si lo abrazo, ¿se enfadará?' El no reprimirte las ganas de abrazarlo o de darle un beso por miedo a que te pregunte qué haces, o, peor aún, por miedo a que te rehuya de forma no brusca, pero decidida. No soy capaz de recordar la última vez que me besó sin habérselo pedido o, lo que es lo mismo, sin haberle besado yo antes. Me digo y me repito que la mejor solución a esto que me pasa es no esperar nada. No esperar planes perfectos, ni gestos de cariño, ni besos, ni abrazos, ni piropos, ni consuelos, ni comprensión, ni tan siquiera ayuda... Así -me digo- no me desilusionaré al obtener menos de lo que espero y, por el contrario me sorprenderé y alegraré si alguna vez obtengo algo. Pero debe ser que este proceso requiere de algo más que la simpleza de repetírselo a una misma hasta la saciedad. Debe ser que el no querer cuesta algunas veces más que el querer.

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