lunes, 9 de noviembre de 2009

Los riesgos del 8 de noviembre

Casarse un 8 de noviembre tiene sus riesgos. Es cierto que casarse un 8 de agosto no asegura un día espléndido, pero es que el 8 de noviembre por mucho que te encomiendes a todos los santos tal vez no consigas nada.

Ayer, cuando bajé del autobús con un cierzo racheado que hizo que mi paraguas se diera la vuelta un par de veces, me dirigí al paso de cebra más cercano y esperé a que el semáforo se pusiera verde mientras pensaba que nada ni nadie podría evitar que mi pelo adquiriera esa ondulación crespada habitual de los días de lluvia. Miré el termómetro que tenía frente a mí. Cinco grados. Con cierzo y lluvia. Y justo cuando estaba pensando que no había podido elegir un día peor para salir de casa, el semáforo se puso en verde y ví como dos novios venían hacia mí acompañados por un fotógrafo que serpenteaba sobre sí mismo y adoptaba posiciones imposibles mientras el disparador de su cámara no dejaba de sonar. El novio sostenía un gran paraguas blanco sobre la cabeza de su recién estrenada mujer y la suya propia (que, digo yo, eso es previsión y lo demás son tonterías, porque un paraguas blanco inmaculado no se compra en los chinos en el último momento...) La novia, por su parte, ocupaba una de sus manos sujetando los bajos de un vestido que había salido blanco de casa, seguro, pero al que las inclemencias del día habían teñido de un cierto tono negro. La otra, trataba de sostener con elegancia fallida un chal peludo (blanco también) que tenía el complicado objetivo de conseguir que la novia sobreviviera a la sesión de fotos y no llegara a la hora de la comida en proceso de congelación.

Ambos sonreían a la cámara con pose forzada y con cara de estar pensando ¿y cómo se me habrá ocurrido a mí casarme un 8 de noviembre?

Pobres... Eso sí, como el novio era calvo y la novia llevaba el pelo recogido, al menos el pelo no se les onduló...

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